Él ya se había liberado del pasado y se estaba adaptando al futuro.
Siguió recorriendo el laberinto y cuando pensó que llevaba ya bastante tiempo en el laberinto sucedió lo que esperaba: llegó a una nueva central quesera.
No podía creer lo que veía, eran las montañas de queso más grandes que había visto en toda su vida. Por un momento pensó que todo era producto de su imaginación, y entonces vió a los ratones, que ya tenían algún tiempo de haber encontrado ese lugar.
Aprendió una lección muy valiosa de los ratones: ellos llevaban una vida simple, sin analizar en exceso, entonces cuando el queso se movió de sitio ellos hicieron lo mismo.
Se dió cuenta que es necesario adaptarse deprisa, porque si uno no lo hace, cuando pasa el tiempo es más difícil hacerlo.
Tuvo que admitir que el inhibidor más grande de los cambios esta dentro de uno mismo.
También supo que cuando uno se queda sin queso viejo hay nuevo queso esperando en otro lugar. Y uno se ve recompensado con ese queso cuando deja atrás los miedos y disfruta la aventura de encontrarlo.
Después pensó en su amigo que se había quedado en la primera central quesera y pensó en volver por él, indicarle el camino para salir del problema. Pero recordó que ya había intentado convencerlo y no había funcionado. El debía encontrar su propio camino hacia la salid, dejando las comodidades y los miedos. Nadie podía hacer eso por él.
Había aprendido de sus errores pasados y ahora inspeccionaba el queso todos los días para saber en que estado se encontraba, y así el cambio no lo tomaría desprevenido otra vez.
Incluso salía a explorar el laberinto a pesar de que aún había mucho queso, porque pensí que era más seguro tener posibilidades abiertas a encerrarse en su zona segura y confortable.